domingo, 7 de noviembre de 2010

nuevos sketch




no se que este pasando, ó mas bien si se y he estado un poco triste por dos sucesos importantes en mi vida, sucesos que me han dañado emocionalmente, sin embargo tratare de continuar adelante.

lunes, 4 de octubre de 2010

algunos sketch









estos dibujos rapidos los ocupo para ir armando una obra nueva, y tambien para la composicion de la misma.

martes, 21 de septiembre de 2010

shaquill ó neal



Shaquille O'Neal

(Newark, New Jersey, 1972) Jugador de baloncesto estadounidense. Con sus 2,15 metros de altura y sus 120 kilos de peso, que no les restan agilidad de movimientos, contó con el honor de cubrir el vacío que empezaban a dejar los grandes ídolos de la NBA, como Larry Bird, con problemas de espalda; Magic Johnson, enfermo de sida, o un Michael Jordan, cansado de tanto baloncesto y a punto de retirarse.

La Universidad de Lousiana State se hizo con sus servicios y jugó tres años en la Liga Universitaria, donde fue considerado el mejor jugador de la competición. En 1992, cuando sólo tenía 20 años, fue fichado en primera ronda del draft por los Orlando Magic, pasando así a la Liga NBA. En su primer partido capturó 18 rebotes, por lo que, a la semana de estar jugando en la liga profesional, fue elegido mejor jugador de la competición, un hecho sin precedentes para un debutante.

Participó en el partido de las estrellas, convirtiéndose en el jugador más joven que jamás ha participado en el All Star Game. Al término de su segunda temporada en la NBA se había convertido en el octavo máximo anotador, el segundo mejor reboteador y el segundo mejor taponador de la Liga. En su tercera temporada brilló con la misma luz y su juego apenas presentó fisuras.

En 1996 puso fin a su carrera en Orlando y aceptó la oferta de los Ángeles Lakers, que volvieron a estar en el candelero y a luchar por los títulos. La llegada de O'Neal hizo volver al público al pabellón. Los Lakers habían pagado por él la cifra más alta de la historia de los deportes de equipo: 121 millones de dólares por 7 años.

Como internacional formó parte de las Selección estadounidense que acudió a los Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996, el llamado Dream team III, que conquistó el oro olímpico. Con anterioridad había ganado la medalla de oro en el Mundial de Toronto (Canadá) de 1993.

O'Neal, que es toda una estrella en su país, ha probado fortuna como actor y como músico. Debutó en cine con una superproducción de los estudios Disney, aunque su mayor éxito llegó con la película Ganar de cualquier manera, junto al actor Nick Nolte. También se atrevió con la música y grabó dos discos de rap.

martes, 14 de septiembre de 2010

los hermanos caradura

con esta acuarela le doy homenaje a los actores que trabajaron en esta pelicula.
armando martinez,- 2010.-

Los Hermanos Caradura 2000
• Año:
• 1998
• Género:
• Comedia
• País:
• Estados Unidos
• Director:
• John Landis
• Productor:
• Dan Aykroyd, Leslie Belzberg, John Landis
• Guión:
• Dan Aykroyd y John Landis
• Fotógrafos:
• David Herrington
• Música:
• Paul Shaffer
• Clasificación:
• B
• Actores:
• Dan Aykroyd, John Goodman, Joe Morton, Nia Peeples, Kathleen Freeman, J. Evan Bonifant, Frank Oz, B.B. King, Aretha Franklin, James Brown, Eric Clapton, Isaac Hayes, Billy Preston, Lou Rawls, Grover Washington Jr., Stevie Winwood
Sinopsis:
Han pasado 18 años desde aquel mítico concierto de los Blues Brothers y su "misión de Dios". Elwood Blues ha salido de prisión y ha descubierto que muchas ocsas han cambiado en ese tiempo. Jake murió en prisión, la banda se ha separado definitivamente y el orfanato que trataron de salvar hace 18 años ha sido demolido. Pero la Madre Superiora "Pingüino" sigue viva y dirige un hospital de niños. Ahí conoce a Búster que es un niño huérfano y que la madre superiora quiere que Elwood lo lleve a pasear para que haga su buena obra del día. También se entera Elwood que su viejo amigo Curtis tuvo un hijo llamado Cab Chamberlain. Cuando Elwood va a buscar a su hermanastro, con Búster acompañándolo, se entera que este es el comandante del cuerpo de policía al que le cuenta la historia de su verdadero padre. Esto, sumado a que Búster le roba la cartera para que Elwood se pueda comprar un nuevo "bluesmovil", hace que Chamberlain comience a perseguir a su "hermanastro" de Chicago a Nueva Orleáns. En el camino conoce a Mighty Mack, un barman que tiene buena voz como cantante; por lo que Elwood lo invita a unirse a la banda. En medio de todo esto, la mafia rusa también está detrás de Elwood por no dejar que le cobraran un dinero a su antiguo baterista y ahora dueño de un burdel Willy. Y todos coinciden en el concierto de Nueva Orleáns en donde se sabrá quien es la mejor banda de R&B del momento.

lunes, 6 de septiembre de 2010

las 10 claves de la adolescencia



adolescentesEn 1955, la película de Nicholas Ray Rebelde sin causa creó un estereotipo que permanece en el imaginario colectivo: el adolescente como figura indómita. En el film, Jimmy Stark –James Dean– era la viva imagen del muchacho torturado. Desde entonces, esa etapa de la vida marcada por la oposición a todo, entre otras cosas, ha sido estudiada a fondo. Psicólogos y sociólogos investigan si su comportamiento obedece a un rito social, se debe a un cúmulo de factores biológicos que se activa en un momento dado o se trata de una combinación de ambos. Aquí intentamos dar respuesta a algunas cuestiones vitales que surgen entre los 11 y los 19 años de edad.

1. ¿Por qué están siempre molidos y comen como limas?

La sorprendente voracidad de los adolescentes responde a razones biológicas: a medida que se alcanza la pubertad, aumenta la necesidad de nutrientes, pues en esta etapa se crece rápidamente. Sin embargo, parecen estar siempre cansados. Esta fatiga suele atribuirse a cambios hormonales, problemas de adaptación y al sobreesfuerzo. Otra de las causas de este bajón podría ser un retardo en el reloj biológico que controla los ritmos del sueño. Según un equipo de investigadores australianos de la Universidad Tecnológica de Swinburne, los púberes viven en un continuo desfase horario, lo que les hace despertarse un par de horas antes de lo normal. Eso se traduce en falta de energía y sensación de atontamiento.

2 ¿A qué se debe su cara de zombi?

La dificultad que tienen muchos adolescentes para dormir a las horas más habituales tiene que ver con una modificación en el ritmo circadiano. Según esta hipótesis, su reloj biológico se invierte con respecto a la infancia y la madurez, esto es, a los adolescentes el cuerpo les pide dormirse y despertarse más tarde. Un jet lag permanente. Ahora, un estudio del Instituto Politécnico Rensselaer, en Berlín, publicado en la revista Neuroendocrinology Letters ha desvelado uno de los factores involucrados en esta alteración biológica: la falta de luz natural. En un experimento, los científicos pidieron a unos voluntarios que utilizaran durante varios días unas gafas especiales que evitaban la longitud de onda corta o luz azul. Esa trampa implicó un retraso de 30 minutos de media en el inicio del sueño. Estos expertos señalan que, al no recibir luz diurna, se retrasa el inicio de producción de melatonina, una hormona que indica al cuerpo la necesidad de dormir. Pues bien, la aparición de esta hormona se demoró seis minutos por cada día que estuvo limitada la exposición a la luz azul. Las conclusiones concuerdan con los datos de otros estudios que indican que el mayor nivel de melatonina en los adolescentes se da a primera hora de la mañana, cuando el resto de personas se despierta.

3. ¿Por qué nunca piensan las cosas?

Para los adultos, los quinceañeros parecen estar sumidos en el caos. De su mente surgen ideas que no concuerdan con su personalidad y su toma de decisiones parece basada en criterios incoherentes e inestables. Sin embargo, un equipo de investigadores de la Universidad Temple de Filadelfia, en EE UU, ha negado en la revista American Psychologist que el problema se deba a su supuesta irracionalidad. Lo cierto es que los jóvenes de esta edad alcanzan conclusiones del mismo modo que los adultos. Su problema es que carecen de las habilidades sociales necesarias para mantener sus decisiones. No han adquirido la suficiente capacidad de coordinación entre lo que piensan y lo que hacen. En la investigación, realizada por franjas de edad, se llegó a la conclusión de que su aptitud resolutiva alcanzaba pronto el nivel de cualquier adulto. Los adolescentes demostraron ser capaces de optar de forma razonada ante dos alternativas planteadas sobre distintos aspectos de su vida cotidiana, salud o problemas legales. Pese a ello, se comprobó que la mayoría perdía esa capacidad lógica en cuanto intervenían en el proceso sus compañeros.

4. ¿Es verdad que no se concentran?

Muchas veces da la impresión de que el más mínimo estímulo hace que un adolescente abandone cualquier actividad que sus padres consideran importante. Pero no se trata de vaguería. Según un estudio del Instituto de Neurociencia Cognitiva de la University College, en Londres, en la adolescencia se mantiene parte de la estructura cerebral de la niñez. Así, los sesos siguen realizando tareas innecesarias incluso en el momento en que el sujeto debería estar centrado en un solo asunto. Mediante escáneres de resonancia magnética, los investigadores comprobaron que, cuando un joven intenta concentrarse en una tarea ignorando los estímulos que puedan distraerle, presenta una gran actividad en el córtex prefrontal, un área involucrada en la toma de decisiones cotidianas. Es decir, a la vez que intenta enfocar su mente en un trabajo, está pensando en sus problemas de pareja, discusiones con los amigos o sus estudios.

5. ¿Qué les seduce tanto de las drogas?

En esta ocasión, han sido unos científicos de la Universidad de Yale, en EE UU, los que han aportado datos relevantes sobre las bases fisiológicas de otro fenómeno clásico de esta edad: la mayor vulnerabilidad a las adicciones. La inmensa mayoría de las personas que dependen de sustancias como el tabaco, el alcohol o la cocaína se han iniciado en su consumo durante la adolescencia. La cuestión es si, además de factores psicológicos –como la importancia que se da a las opiniones de los amigos y al papel que el individuo tiene en el grupo–, existen detonantes biológicos que expliquen la propensión a fumar, beber o drogarse. Un estudio que ha aparecido en la revista American Journal of Psychiatry sostiene que las zonas del cerebro que ejercen el autocontrol sobre los impulsos no están totalmente formadas en la adolescencia. Por lo tanto, la tendencia a la adicción no es sólo un trastorno del comportamiento, sino también un problema de desarrollo neuronal. Según los expertos de la citada universidad, los grandes cambios bioquímicos que se producen en esta etapa de la vida llevan a la persona a buscar nuevas experiencias sin que estén listos los mecanismos fisiológicos de contención.

6. ¿Por qué son tan temerarios?

También hay una causa orgánica detrás de la conducta imprudente que exhiben muchos adolescentes. Un estudio de la Universidad de Texas, en Austin (EE UU), dirigido por el profesor de Psicología Cognitiva Russell Poldrack determinó que en esta etapa vital tiene lugar una gran actividad en el sistema mesolímbico, una región donde el neurotransmisor predominante es la dopamina. Este mensajero químico está muy implicado en el sistema de recompensa cerebral. Todas las experiencias placenteras naturales –por ejemplo, provocadas por la comida o el sexo– y artificiales –inducidas por las drogas– concurren con una liberación de dopamina. Cuanto más se activa el sistema dopaminérgico, mayor es la sensación de euforia que se experimenta.

Por otra parte, la dopamina está más relacionada con la expectativa del refuerzo que con la recompensa misma, es decir, se libera más con el deseo que con la satisfacción que este produce. Las conductas de riesgo, como hacer puenting o experimentar con drogas, son estimuladas por esta sustancia. Y ello concuerda con la investigación de la Universidad de Texas, según la cual los adolescentes liberan en determinados momentos una gran cantidad de dopamina. Esto les hace proclives a ciertas actividades arriesgadas de las que pueden arrepentirse cuando se reducen los niveles del neurotransmisor.

7. ¿Por qué sufren cambios de humor repentinos?

adolescentes-reportajeLas alteraciones fisiológicas explican en buena medida por qué los adolescentes suelen estar más malhumorados de lo que parece normal. Las descargas de hormonas que se vierten en el organismo pueden producir transiciones rápidas de tristeza a alegría o de amabilidad a furia. Pero hay otro factor que es fundamental, según una reciente investigación de la organización Sleep Scotland, en Edimburgo (Escocia): la falta de sueño. Este colectivo ha detectado que los cambios en el estado de ánimo se corresponden con épocas en que dormimos muy pocas horas. En el caso de los púberes, se debe sobre todo a la gran cantidad de tiempo que dedican por las noches a los videojuegos, a la televisión o a internet. Esto propicia que muchos jóvenes sólo duerman entre cuatro y cinco horas al día, lo que influye de manera determinante en sus drásticos cambios emocionales.

8. ¿Les importa mucho lo que opinen sus colegas?

La psicóloga Helen Jones Emmerich, de la Universidad del Estado de Nueva York, en Stony Brook, constató científicamente a mediados de los años 70 algo que parecía de sentido común: los adolescentes dependen más de la opinión de sus amigos que de la de sus padres. Esta influencia se da sobre todo en temas como la manera de vestir, los hábitos de diversión o la forma de resolver problemas escolares. En asuntos como la elección de un empleo o la resolución de un conflicto moral profundo tienen menos peso, pero el influjo de sus coetáneos sigue presente.

Según algunos investigadores, los adolescentes dependen tanto del criterio ajeno porque a esa edad hay muchos factores psicológicos que sólo se optimizan cuando tienen un buen feedback de sus amigos. Por ejemplo, en un reciente estudio, los psiquiatras David Moreno, Estefanía Estévez, Sergio Murgui y Gonzalo Musitu llegaban a la conclusión de que la reputación social del joven explica en gran parte su mayor o menor sentimiento de soledad, autoestima y satisfacción vital. Por otra parte, estos investigadores advierten que a estas edades parece esencial satisfacer las expectativas del grupo de referencia, lo que puede ser un factor positivo para determinados jóvenes, pero a la vez promover su lado más violento y antisocial.

9. ¿A qué vienen tantos mensajitos de móvil?

Una reciente investigación de la Universidad de Michigan y del Proyecto Pew Internet & American Life ha revelado que los adolescentes realizan la mayoría de sus comunicaciones a través de mensajes de texto, a pesar del uso masivo del correo electrónico y el éxito de las redes sociales, como Facebook o Twitter. El volumen es impresionante: una media de 30 SMS al día en el caso de los chicos y de 80, en el de las chicas. Las razones tienen que ver con un formato que impone la brevedad –lo cual les gusta– y la difusión casi universal, ya que prácticamente todo el mundo tiene móvil. El estudio encuentra, además, otro factor que explica esta expansión: el sentido de privacidad. Los SMS parecen notas secretas, lo que los convierte en el medio ideal para mensajes íntimos. Sin embargo, hay un dato curioso que nos hace reflexionar sobre el tipo de comunicación que se establece con los padres: en la mayoría de los casos, para hablar con sus progenitores los chavales prefieren utilizar llamadas de voz. ¿Quizás porque a ellos no les cuentan todos sus secretos?

10. ¿Por qué son tan susceptibles?

Los jóvenes son quisquillosos a la hora de aguantar bromas sobre ciertos temas. Eso es algo que todo el mundo ha podido constatar gracias a la cara que se le queda al adolescente cuando considera que ha sufrido una broma de mal gusto. Pero a pocos investigadores se les había ocurrido relacionar esta suspicacia con los cambios hormonales. El dermatólogo Sam Shuster, del Norfolk and Norwich University Hospital, en el Reino Unido, tenía la costumbre de pasear por la calle montado en un monociclo. Con el tiempo, empezó a observar que las reacciones de los viandantes eran similares y fácilmente agrupables por edad y sexo. Eso le llevó a pensar en que debía de haber algún factor biológico subyacente, por lo que decidió realizar un estudio. El resultado, que apareció hace tres años en el British Medical Journal, avala la hipótesis de que la descarga de andrógenos, como la testosterona, produce una reacción más agresiva hacia lo chocante. De hecho, las actitudes más violentas –por ejemplo, de peatones que intentaban hacerle caer del monociclo– provenían casi siempre de niños de unos 11 años. Esta respuesta se canaliza con la edad y deriva en ataques verbales, típicos de la adolescencia. Pero persiste esa tendencia bioquímica al rechazo de cualquier acto que el joven considere una excentricidad de adultos. Es como si hubiera una propensión a ofenderse cuando se considera que una persona madura está haciendo el ridículo. ¿Vergüenza ajena, necesidad de situar a los padres en su rol o simple falta de sentido del humor? ¡Quién sabe!

jueves, 2 de septiembre de 2010

la vida


La Vida

voy por la ciudad miro y me observan su mirada me inyecta, me persigue, me hiere, me trata como un pillo como si yo fuera, me reclama como si yo me hubiera quedado con el botín del trabajo de años de los sueños perdidos de las caricias y de los golpes de las ideas aplastadas a dichos de la rebeldía que pierde que trunca, de la luz que anhelas mirar realizada y que nunca llega pero que la idea te arrastra y se fusiona en la imaginación de lo perdido y lo que sigue y al final todo fue un sueño que empieza en un llanto y termina en lo eterno no se pero continuo no se en que parte me encuentro de este viaje de este paso ya un poco cansado ya un poco hastiado ya un poco desolado algunos miran y siguen golpeando se sienten victoriosos pero su victoria es vana y ciega ni siquiera la disfrutan solo se pierden en la oscuridad y el frió de la soledad dentro de la multitud.

Armando Martínez.- 2006.-

domingo, 29 de agosto de 2010

algo para pensar


. ¡ALGO PARA PENSAR!

Los japoneses tienen éxito --a pesar del pequeñísimo territorio que habitan-o, porque ellos ofrecen calidad y cantidad en los bienes y servidos que producen, antes de solicitar aumentos y'prestaciones como: días de asueto, . vacaciones, seguro social, bonos o despensas y derechos desproporcionados, .incluso, cuando deciden protestar por algo, lo hacen trabajando duro, sin pensar en atropellar a . terceros con sus demandas.
. ¿POR QUÉ?
¡PORQUE AMAN ENTRAÑABLEMENTE A SU PATRIA!
y SIENTEN ORGULLO POR SER JAPONESES.

Los "mexicanos", sólo atinamos a pedir: aumentos, primas, . bonos, despensas, seguro social, y un trato de reyes o reinas, sin ofrecer calidad y cantidad en los bienes y servicios que producimos. Ni siquiera una leve mejoría en nuestra calidad que como personas debemos evidenciar al.interior de la comunidad. Y cuando protestamos a causa de alguna "injusticia", lo mejor es no trabajar, realizar plantones, . atropellando con gran irresponsabilidad a terceros y lesionando los intereses, las necesidades, los sentimientos y el tiempo útil de los demás haciendo más complejos sus problemas. Lo peor, nos regodeamÓs en la mediocridad sin pensar en el elevado costo que esto representa para el país.
Esto ya ha sido asimilado por niños y jóvenes, y será un doloroso estilo de vida por muchos años más, si antes los padres de familia NO asumimos nuestros deberes a cabalidad, ¡LA SOLUCION ESTÁ EN NUESTRAS MANOS!!

LA EDUCACION ES EN LOS HOGARES,LA ESCUELA DESARROLLA LO SEMBRADO EN LA CASA Y ADEMAS CAPACITA
,ENTRENA,FORMA Y ACTUALIZA EN ORDEN A LA PRODUCTIVIDAD.
XUHUA XUXE SHOSHIN SHALOM.


domingo, 15 de agosto de 2010

reloj sin pilas ni baterias


Casio acaba de sacar este novedoso reloj de pulsera que no necesita pilas ni baterías de ningún tipo, sólo dejar que se cargue con el sol y listo, ya que tiene unos pequeños paneles solares que reciben toda la energía.

El reloj es sumamente funcional y tiene cronómetro, es resistente al agua y puede dejar programadas hasta 4 alarmas distintas. También cuenta con una pequeña luz LED para poder ver la hora incluso de noche. Por si fuera poco, tiene un pequeño medidor que te avisa cuando se está acabando la batería para que lo pongas al sol (lo que también puede ser una excelente excusa para salir a caminar).

jueves, 12 de agosto de 2010

drogas digitales sonoras


Un nuevo fenómeno circula por la red y se ha empezado a

instalar en Francia bajo el nombre de "e-drugs" o drogas

digitales sonoras, cuyos efectos sobre los consumidores aún se

desconocen.

Las "e-drugs" se fundamentan en los latidos binaurales, un

fenómeno neurológico que consiste en emitir sonidos distintos

en cada oído y que estimula el cerebro, produciendo

sensaciones de euforia, estados de trance o de relajación,

aseguran quienes las consumen.

Se trata de sesiones (dosis) de entre 15 y 30 minutos de

zumbidos, que se pueden descargar de varios portales

especializados a unos precios que oscilan entre los 7 y los 150

euros y que transportan a los usuarios a unas sensaciones

fuera de lo común.

La imagen del consumo de esta "droga" -por ejemplo un chico

tumbado en la cama de su habitación escuchando su

reproductor de música- dista mucho de las sustancias que se

engloban bajo el paraguas de los estupefacientes.

Estos productos nacieron en Estados Unidos, pero su éxito y las

nuevas tecnologías han extendido su uso rápidamente por el

resto del mundo, algo que ha despertado reticencias en ciertos

sectores, pese a que no crean adicción alguna, dicen los

expertos.

Fuentes de la misión interministerial de la lucha contra la droga

y la toxicología de Francia explicaron que se trata de un

fenómeno que no es "ni inquietante, ni emergente" y que, por el

momento, no hay razón para prohibirlo.

No obstante, estas drogas digitales han irrumpido en este país

en los últimos dos meses y por ahora se desconoce qué tipo de

efectos pueden acarrear a los consumidores porque todavía "no

hay estudios realizados al respecto" en Francia.

Expertos en neuropsicología remarcan que los latidos

binaurales relajan, ayudan a la concentración y se usan con

fines terapéuticos para enfermedades como el autismo.

Ciertas frecuencias pueden estimular la imaginación o la

creatividad, lo que podría crear las alucinaciones que los

consumidores afirman tener durante o después de escuchar las

sesiones.

Algunas voces alertan sobre la posibilidad de que, a la larga, las

drogas digitales puedan provocar disfunciones cerebrales.

Los hipotéticos peligros de las "e-drugs" no parecen preocupar

demasiado a los más jóvenes, que comparten sus experiencias

en las redes sociales, donde recomiendan las mejores dosis.

"Sentí llamas en mis brazos, que bajaban poco a poco hasta los

dedos de los pies, tenía la impresión de que mi brazo pesaba

una tonelada y uno de mis dedos estaba encorvado. Entonces

empecé a sentirme muy raro. Fue genial", relata en un chat

"Sugar Killer'", quien dice que ha visto a una tortuga, un

elefante verde y hasta un Papá Noel derrapando a los pies de su

cama.

Las dosis más populares en la red tienen nombres tan

sugerentes o psicotrópicos como "Orgasm", "Peyote",

"Marijuana" o "Lucid Dream", que son algunas de las más

descargadas.

"Mi corazón latía muy fuerte y temblé como un loco. Después

me calmé y la dosis se paró. Respiré fuerte y pensé que fue

genial. Efectos después de la dosis: excitación y ganas de

hacer muchas cosas. La vida es genial" , dice una usuaria bajo

el pseudónimo de "Larta".

Las sesiones se engloban por temas. Así, se pueden encontrar

algunas prescritas para desarrollar la imaginación, disfrutar

más de una partida de videojuego o de actividades deportivas o,

incluso, para aumentar el placer de las relaciones sexuales.

"Al principio nada de especial, como siempre, relajación

muscular... pero a los 10 minutos me sentí súper bien. Tenía

más sensibilidad en mis extremidades, de golpe tuve una

erección", comenta otro internauta.

"Me metí a escribir en inglés sin hacer ninguna falta, parecía

una verdadera novela, las ideas fluían por mi cabeza. Nunca

tuve la necesidad de buscar en el diccionario, las palabras

venían solas. No había acabado de escribir una escena y ya

tenía la siguiente en la cabeza" , asegura "Aiana" .

Una "droga" joven que, a pesar de las dudas sobre su consumo,

prolifera rápidamente.

Se "toma" con tanta naturalidad como se escucha música, no

parece estar asociada a actividades ilegales y sus efectos y

propiedades corren como la pólvora por internet, gracias a las

redes sociales.



sma

miércoles, 11 de agosto de 2010

pintor




P I N T O R



No es que una ventana no sea suficiente, pero yo puedo darme

con todas las paredes de cabezazos sino encuentro allá donde

mire un pequeño agujero desde el que asomarme afuera. Una

grieta desde la que dejarme caer. Ese vacío a veces del paisaje

tiene brazos que te procuran de deslizar en la locura o algo

peor. La luz tiene ese extraño sabor, y esa capacidad de evitar

que ocurra una catástrofe. Noches interminables me he agitado

entre mis brazos y los brazos extraños de las sábanas, y una

simple palpitación era entonces suficiente para desatar un

acantilado y servirle el vértigo. Sí, esos perros rabiosos vienen

en toda ocasión con su disfraz de noche, con el sonido de un

mar oculto, o con la carcajada de una arista del cuarto que se

choca con el techo y desprende sombras fantasmagóricas. Mis

peores delirios se han hilvanado siempre a la oscuridad previa a

la madrugada, y he conocido el rocío sólo como una especie de

sudor frío que adorna la fiebre o el cansancio. Toda una noche

sin dormir conforma una distancia mayor que atravesar, que

cualquier océano, y sin duda la soledad en esas noches es peor

enfermedad que la malaria.

Digo esto para darle una dimensión a la sombra, para prestarle

un ovillo con el que tejer en esta historia. Una única ventana

muchas veces se me queda pequeña, y es como si fuera un

embudo a través del cual intentasen verter en mi estancia toda

la claridad, pero esta claridad cae lentamente sobre las cosas

como si de un reloj de arena se tratara, mi única ventana. Como

una pequeña postal, muestra dos casas y el camino que lleva

hasta la iglesia. Aunque sea poca cosa, no deja de ser un

tesoro, y por eso doy gracias por tenerla. Es gracioso que haya

de valorar tanto una ausencia, un simple hueco en el muro, y

que tenga más realidad que todo el peso de la piedra o el

ladrillo. Un surtidor de luz, y un estudio viejo desvencijado que

espera la luminosidad natural como si fuese algún tipo de

energía que pusiese en marcha su maquinaria, es todo lo que

tengo.

No sé porque escogí ser pintor, pero sin duda tendrá que ver

que no sabía hacer ninguna otra cosa, sólo podía enfrentarme a

mí mismo de forma enfermiza. De aquellas largas temporadas

encerrado en un cuarto en la casa de mis padres me viene esa

obsesión por la luz y las ventanas. Un camastro puede ser un

ataúd, pero también una balsa, o una atalaya. Es comprensible

que en aquel tiempo me dieran por bestia o por loco, la

ignorancia es mal timón, y tiene miedo al silencio de lo

desconocido como los niños temen los números, o las letras, o

la jeringuilla que les salva la vida. Yo, callado y quieto,

imaginaba en las paredes túneles de escape con marcos

dorados, me evadía creando sólo en mi imaginación imágenes

remotas. Fue entonces cuando aprendí que un cuadro puede

ser también una ventana, una apertura al sol, una tormenta, o

un campo vasto de hierba, aún cuando represente sólo una

figura humana. Un cuadro, una imagen en el plano desnudo de

un muro puede abrir una vía a las emociones, a los olores, los

sabores, como esos pequeños poros en la piel de un cítrico. La

luz, y los cítricos. Imágenes que habitan en mis manos, que

abren las grietas de mi celda. Que a menudo brotan también de

mis manos. Sí, los cuadros, aún pequeños centran toda la

atención de las personas al entrar en una estancia. Lo he

experimentado innumerables veces. Reclaman para sí toda la

luz, todo el calor humano de las miradas, porque también son

fuente de miradas, de horas de trabajo en que los ojos del

artista se han clavado sobre el lienzo. Qué difícil es despegar

las miradas de los objetos, los lienzos, borrar las huellas de las

pupilas húmedas de encima de la armadura de las cosas. Por

eso he adorado los objetos, los he convertido en amuletos, les

he dedicado mi tiempo. Por su franqueza, su infinito

agradecimiento para con mis manos, su tacto exacto. Siempre

me ha maravillado sin embargo la facilidad de ciertas

muchachas de desprenderse de las miradas, de guardar de

entre ellas sólo algunas, de volverse ligeras y de mudar su piel

cada jornada, como hacen algunas serpientes. Al contrario las

pinturas son recipientes sinceros de admiración, de reflexión.

Pequeñas cajas de luz de luna. Películas de agua cristalina y

tranquila sobre las paredes frías. Mirillas al interior de mi celda.

Todo es tan frágil sin embargo. El equilibrio en el que habito al

borde de la migraña se echaría a perder, si un poco de

oscuridad se colase en la estancia. Si a través de una fisura en

el cascarón de la nave entrase la noche y manchase las telas, y

tiñese los pigmentos, y lavase sus manos sobre las camas.

Todo se hundiría y yo me vería arrastrado con todo a la

profundidad abisal de la pesadilla, la noche de oscuridad

inmensa en la que el filo del cuchillo va marcando los límites del

aislamiento y divide el espacio en cubículos individuales,

pequeñas ostras del miedo. Temo la oscuridad. Nunca he

podido pasar una noche apacible, cálida y seca. Envidio

fuertemente la confianza de los niños que se acuestan

destapados y se entregan a las aguas de la sombra como si

pudieran respirar en su aliento como en el pecho de su madre,

como si la marea arrastrase lejos de ellos cualquier peligro y las

luciérnagas tejieran mantos de luz en su sienes, sonríen

despreocupados y duermen como lagos o como cielos

despejados de montaña. Yo vivo en la tormenta. Yo vivo en la

encrucijada, y de noche debo estrechar el zurrón contra mi

pecho y estar despierto, atento al mínimo ruido pues los

ladrones se acercan sigilosos desde el bosque. No respetan mi

descanso. Sí, esta oscuridad plana contra la que respiro es una

realidad que marca el resto de la jornada, y por eso me entrego

febrilmente a mis cuadros, para olvidarla, para disolverme en la

luz, como se disuelve la niebla en la madrugada elevándose de

entre las aguas oscuras y turbias.

La ansiedad del miedo me empuja a la soledad. Porque he

comprobado que no todos los hombres experimentan como yo

la fiereza en su existencia, sólo puedo desarrollar mi actividad

en libertad desde el aislamiento de mi cuarto. Me desagradan

igualmente la oscuridad y los grandes espacios, las

aglomeraciones de gente. Nunca he sido uno de esos pintores

capaces de comenzar y terminar una pintura frente al modelo

de un paisaje, al aire libre, expuesto a las miradas. Ya sea en el

campo o dentro del pueblo, me siento perdido contra el cielo

inmenso, se me olvida respirar, o giro continuamente a todos

lados esperando que alguien se abalance sobre mí, y olvido mi

tarea. Por eso pinto en mi estudio, a partir de la memoria de

todo lo que he visto, que no es mucho. Sin embargo mi memoria

se mantiene intacta y conserva los detalles y las formas con

exactitud meridiana, y me permite ser fiel a ella con el pincel.

En otras ocasiones sin embargo me sumerjo de lleno en mi

imaginación y voy pescando la tierra para apilarla en el lienzo, y

los personajes surgen de entre la niebla y se carcajean, y a

veces se niegan a encerrarse en el bastidor. Así pinto, y me

rodeo de gente invisible y de campos interminables, sin tener

que abandonar la casa. Eso sí, necesito de luz solar, de la

luminosidad natural del día para poder ejecutar mi arte. De

siempre me es imposible pintar a la luz de una vela o de una

bombilla. Por eso aprecio tanto mi ventana. Sin embargo como

he de dejarla a mi espalda para que me sirva su luz, no puedo

mirar a través de ella, y es entonces cuando choco contra estas

cuatro paredes con mayor intensidad. La habitación crece y

mengua cediendo a la presión de mi rabia, y a veces las

paredes retroceden, pero cuando llega la noche se toman

revancha, y me acorralan. Respiro contra la respiración del

cuarto, que se acerca y se aleja, y repite formas y las borra. Mi

cuarto sin vida como los fantasmas sin vida, oculta tras su

muros un mundo. Palpita al ritmo de un corazón de sombra.

Porque estaba callado me dieron por muerto, por idiota, me

encerraron en un cuarto y se libraron de mí. Yo también era un

fantasma, un muerto, y ocultaba aún muchas cosas. Ellos nunca

se preguntaron como desaparecía la comida que día tras día

dejaran en mi estancia, qué pasaba por mi cabeza. Sólo la

dejaban allí, y volvían para recoger el plato vacío. Nunca les

importó gran cosa lo que ocurría en el intervalo de tiempo

intermedio. Desde el momento en que fue claro que yo era inútil

para el trabajo del campo, de la casa, me apartaron de sus

vidas. Supusieron que mi mente era la de un niño y siempre

sería así, pero siendo yo un niño mi mente era ya la de un

adulto, había madurado y me ocupaban las preocupaciones de

la edad adulta con insistencia inusitada. Todos los demonios

golpeaban en mi cabeza. Pero yo no decía nada. Sin embargo no

recuerdo un minuto de silencio en mi cabeza, en mi juventud,

hasta que se abrió aquella puerta. Entonces ellos habían

muerto y yo nacía a la vida. La gente, el resto, no me conocía, y

no me trataba como si fuera distinto a ellos, no reparaban

simplemente en mi presencia. Por qué iban a hacerlo. De suerte

que salí adelante con las cosas que mis padres me habían

dejado, sin duda por error y por no haber pensado en hacer

testamento, y me deshice de aquella casa. Nunca me ha

gustado hablar, de hecho rara vez lo hago, en el último año no

sé si habré dicho una sola palabra, pero me asombro del poder

de las palabras. Las palabras son llaves, o espadas o también

grandes bolsas. Unas pocas palabras, total concisión, y pude

adquirir mi estudio y apalabrar la manutención diaria, los

alimentos. Luego pude volver a callar, sin trauma.

Cuando me vi sólo en el mundo, fue peor. Ya no podía culpar a

nadie de mi desgracia. Yo tras la muerte de mis progenitores,

como detrás de una pesada cortina, me revelaba como el

verdadero culpable de mi vida. Y el peso negro de la culpa

ocupó mi mente aún en el día. Entonces dejé de pintar mis

cuadros sólo mentalmente para enfrentarme, por fin, al lienzo

en blanco, a la tela vacía. Me torturaba no estar nunca a la

altura de mi imagen mental. Una y otra vez destruí los cuadros

en los que había invertido días enteros, y aquellos que

sobrevivían a esa primera prueba acababan sepultados por

otros nuevos, que yo pintaba sobre ellos porque no tenía dinero

para comprar lienzos.

Pintar y pintar sin salir del cuarto, sólo por el hecho de hacerlo,

por el gesto. Capturar la luz que entra por mi ventana, domarla.

Mi vida se repite desde ese momento interminablemente. No

encuentro un principio ni un posible final, un objetivo,

continuamente recomienza y se hunde de nuevo en el fango y

lucha por salir a flote, mi vida. Los cuadros son los mismos

cuadros, pero todo lo demás cambia. Y otras veces sólo los

cuadros son distintos y todo ha permanecido alrededor mío,

diciendo que mi arte no sobrevivirá al atardecer de ese día. Me

ocupo en memorizar la luz sobre los objetos, podría decir que

disfruto con ello, pero ocurren tantas cosas simultáneamente

bajo la luz, la luz es una colmena bulliciosa que trabaja

incansablemente, y yo no puedo retenerlo todo, y sufro. Me

torturo y la noche es la ausencia, es la melancolía del pasado y

la incertidumbre del futuro, pero la noche en presente, es el

miedo. El horror.

Mientras, vivo en la soledad que escojo, y me encierro arropado

en ella. Estas paredes que me reprimen, también me guardan de

esas otras paredes que son los cuerpos. Que grosero encuentro

el cuerpo humano, a veces. Que hermoso en un cuadro, pero

que vulgar apelotonado, en movimiento, luchando en la plaza

por arramblar con algo de alimento. Cuerpos fríos y sudorosos,

de aliento profundo y fétido. Los cuerpos de las mujeres viejas

que gritan tras de sus niños, y los de los hombres vagos

fumando la tarde. No, decididamente no me gusta toparme con

la gente, con esa muralla ardiente que escupe en todas

direcciones y que emprende el ruido, y nunca termina el ruido.

En mi aislamiento al menos tengo mi sufrimiento seguro, mi

dolor sincero, y único. Entre la gente siquiera encuentro mi

dolor, me siento perdido, y ya no sufro como pintor, o como

hombre, sino que sufro como pedazo de carne en un matadero,

como sangre en un mar de sangre. La soledad es como el filo de

un cuchillo, seco y brillante. Yo me debo a ella.

Nunca he podido entresacar de entre el gentío al individuo, y

por eso quizás vivo como lo hago. De puertas adentro. Sólo

permito entrar en mi soledad a algunas personas, que quizá no

aprecien lo excepcional de mi trato para con ellas. Son pocas y

apenas mantengo contacto con ellas, pero ya me cuesta

bastante esfuerzo. Entre estas personas está Gabriel, el

recadero del ultramarinos. Bueno, en realidad yo no sé su

nombre, pero de alguna forma debía referirme a él en mis

pensamientos. Así que lo llame Gabriel. Sólo una vez fui al

ultramarinos y les dejé allí una lista con los alimentos que

debían llevar a mi casa una vez por semana. Pan, huevos, sal,

algo de embutido, queso, leche, y la fruta del tiempo. Como

poco y de forma muy pobre, la comida nunca ha sido un

consuelo. El sabor de la comida. En realidad disfruto mucho

más observándola, abriendo el vientre fresco de una sandia,

exponiendo a la luz la piel interna de un limón, fijando el

contorno áspero del pan al tejido de la tarde. Así que Gabriel

llega los martes llevando en una bolsa estos tesoros, y la deja

posarse en el suelo lentamente, por el cuidado de los huevos, y

veo salir de la bolsa una botella llena de leche, como llena de la

marea capturada de un mar de cera, o una nube líquida, o cae

rodando una patata como un trozo informe de tierra repudiada,

como una piedra blanda que se desgaja. Y un segundo más

tarde Gabriel ya se ha ido, llevándose consigo el dinero que dejo

sobre la mesa junto a la puerta. Yo espero escondido. Los

primeros meses los dejé ya pagados, ahora cada vez me es más

difícil reunir el dinero, pero procuro no preocuparme por eso, no

me gusta llenar mi cabeza con el dinero como si fuera una

hucha. Lucho con ello. El dinero es la oscuridad en metálico, la

noche de las almas. He visto a las personas atardecer ante la

sola visión de una moneda en la calzada, o también prender la

guerra con la viscosidad del petróleo, el oro negro de las

cavernas. Yo suelo cambiar mis cuadros pintados por lienzos en

blanco, y otras veces, por unas monedas para pagarme la

comida. En una ocasión, llegado el martes, no tenía una triste

moneda que dejar sobre el aparador de la entrada y cuando

apareció Gabriel me oculté, y le observé. Él buscó donde

siempre había encontrado el dinero, y viendo que no había

nada, dejó de todas formas la comida. La semana después

abandoné sobre la mesa la cantidad que debía, más la

correspondiente a esa semana, y él nunca dijo nada. El bueno

de Gabriel. Recuerdo el primer martes que vino a la casa. Llamó

a la puerta. Yo me sobresalté sobremanera, nunca nadie

llamaba a mi puerta. Me puse nervioso, no sabía cómo actuar,

subí las escaleras, y miré a través de la ventana y vi un hombre

pequeño, joven, con la cara curtida y el gesto indiferente,

aburrido portaba una bolsa con alimentos. Me di cuenta que

debía ser el pedido, pero me sentía cansado, me fatigaba la idea

de abrir la puerta y encontrarme con alguien, de aceptar una

dimensión nueva de forma repentina en mi casa. Así que bajé y

me quedé respirando al otro lado de la puerta en silencio, medio

en penumbras, sin saber que hacer. Él se marchó al poco

tiempo. Yo me quedé turbado y tembloroso, como una cría de

águila en un amanecer frío o como la clara de un huevo crudo,

transparente. La sombra me atravesaba, helada y redonda.

No tardó en volver. Apenas una hora más tarde estaba de nuevo

frente a mi puerta, yo lo había supuesto, así que había dejado la

puerta entreabierta y el dinero sobre la mesa de forma que

cuando él llamase, la puerta se abriera sola y pudiera verlo. Así

fue, yo estaba escondido detrás de una puerta, junto a la

escalera. Gabriel abrió lentamente y una plancha de luz dividió

el cuarto, el polvo flotaba como un nube de medusas en el

vacío, él se asomó con cuidado y vio el dinero. Tenía cara de

despistado y se movía torpemente. El entrar en una casa

desconocida y encontrarla vacía, pensarse inobservado, le

producía cierta excitación y una sonrisa cómplice apareció

sobre su semblante, antes marcado por el tedio de la rutina y la

desgana. Recuerdo como miraba a todos los lados examinando

los objetos desordenados y la chatarra acumulada, parecía

fascinado, un momento después estiraba el brazo para tocar

una vieja rueca de hilar que hay en la casa desde antes que yo

entrara a vivir en ella. A mí me molestó aquello y quise impedir

que tocara nada mío, así que hice un pequeño ruido con la

puerta y en seguida Gabriel como accionado por un resorte dio

un salto, recogió el dinero y salió corriendo, cerrando la puerta

tras de sí. Es inofensivo e inculto, Gabriel. Todos lo somos aquí.

Desde entonces cada martes espero su llegada con la puerta

entreabierta y el dinero preparado, mientras yo permanezco

escondido y observando. Me gusta verle como uno de sus

semejantes aislado del resto cuando se adentra en una parcela

que no le pertenece, que le está prohibida. No creo que él

nunca me haya visto, pero yo estudio sus reacciones y aporta

luz sobre mi conocimiento del hombre. El hombre solo, como

una piedra en mitad de la noche callada. A veces he dejado

alguna pintura en el piso bajo, a la vista, para que cuando él

entre pueda verla. Él mira el cuadro mientras yo le miro a él,

escondido tras la puerta, y creo reconocer mi pintura en sus

ojos, y a su vez mis ojos desde la pintura le miran a él y cierran

el círculo. Él extiende su brazo y apenas roza la tela con la

yema de un dedo. Yo le estoy mirando, y un instante después

toso, y él sale despavorido. He llegado a considerarle mi gran

público, mi único critico, sino fuera también por María, y porque

Dios me ha dado este látigo para castigarme a mí mismo por no

alcanzarme en la gloria, por no ser ni la sombra de un hombre,

por agitarme en la noche indigno de la luz que me alimenta.

También he odiado a Gabriel por permanecer ajeno a lo que a

me ocurre, por transgredir mi puerta sin conocer ni un poco del

sufrimiento que subyace en el misterio de mi sombra. El guijarro

llega a odiar al sol por crear la sombra. La sombra muda.

Quizás sólo viva para la luz, y siquiera puedo salir afuera. Mi

propia angustia me niega sumergirme en el día como mis ojos

ansían, porque soy hombre, y estoy encadenado a mi imagen, a

la imagen que he creado de mí entre estas cuatro paredes.

Estoy encadenado a mi miedo, que es mi guardián. Éste a veces

toma la forma de unos barrotes invisibles de sombra, o de unos

perros negros de ojos brillantes. Sí, la noche, el miedo, el

perfume del odio, es invisible, pero nos mira con ojos

renovados, neutros, implacables, frente a frente.

Mi manera de mirar de frente a la noche es pintar sobre ella.

Corro hacia la luz en el túnel del lienzo. Y así yo aparto la

sombra con la lengua del pincel, la conjuro, y despliego el color,

y el color se evapora o corre hacia el fondo del lienzo, se

desliza, deja un rastro de sangre de pigmento. Se resiste. La

fuerza de la mano hace que ceda la tela, pero la tela responde y

echa un pulso a la mano, ambas corren hacia la dimensión que

se crea. Un espejo respira detrás del cuadro, a través de los

pequeños poros del algodón tejido, un espejo negro. Y yo

intento sepultar los poros, esos volcanes, pero renacen al paso

de la sombra, y todo lo representado en el cuadro refleja mi

miedo. Tacho la horrible cara y los colores se funden, se

convierten en otros que yo no pretendo, y todo en el cuadro

está muerto. Entonces se abre una brecha enorme entre las

piedras, y el agua crece al otro lado, está a punto de rebosar la

llaga. El cuadro llora y se inunda y se ahoga. Y todos los colores

corren como lágrimas hacia arriba en una ola de furia, la

pincelada. Y yo caigo rendido, de rodillas, exhausto, pidiendo

clemencia. Luego, en algunas ocasiones, lloro como un niño

huérfano, acurrucado en un rincón, despojado, ajeno a todo,

durante horas enteras. Fue en un momento tal, que María entró

en mi vida. Llamó a mi puerta y cortó el llanto, y sentí vergüenza

y fiebre de verme así. Yo temblaba en silencio. El cuadro

abatido jadeaba en el suelo, golpeado, furioso, inerte. Yo

temblaba en silencio. Y María entró sencilla, y yo todavía tenía

miedo.

María tiene la piel oscura y la cara de una niña, y el cuerpo de

una niña, y el alma de una niña. María es una niña en mis

manos, pero lejos de mí ya es una mujer. Se fue de su casa, se

echó a la calle, y escupió en la arena, y su saliva graciosa

apenas si llegó a un centímetro del zapato. Su padre, borracho,

le había puesto un ojo morado y del golpe había desencajado

media chabola. Su padre la mira pero no la ve, ve a sus trece

hijos en fila diciéndole que está borracho, que no sirve para

nada, que quieren comer. María en vez de robar como sus

hermanos se echó en la acera y empezó a andar, y ha andado

zurciéndose la falda, remendando el calcetín, y arrastrando el

zapato, hasta llegar a mi puerta. María es un regalo, pero

también tiene el corazón lleno de miedo.

Yo temblaba en silencio cuando ella entró y se llevó un susto al

verme. Yo indefenso, inmóvil, en el suelo, y ella mirándome un

instante. Durante un interminable instante clavando sus ojos en

mi espalda, sintiendo extrañeza y lástima, incomprensión, y otro

millar de sentimientos reflejo de la ebullición de sensaciones

que se creaban en mí. Y luego todo caía en su puesto y se unía

en un solo sentimiento, la sorpresa, y María sobresaltada daba

media vuelta. Iba a marchar por no meterse en ningún lío, pero

fue ya fuera cuando pensó que quizá yo estuviera enfermo o

necesitara ayuda, así que volvió despacio sobre sus pasos. Yo

ya no estaba en el suelo, temblaba tras la puerta que da arriba.

Quería ocultarme de ella, pero cuando entró enseguida supo

dónde estaba. Miró primero al suelo donde antes había visto un

hombre que gimoteaba y luego me miró a mí, de pie tras la

puerta, para ver al mismo hombre erguido, pero abatido. Sus

ojos se agrandaron. Sólo buscaba trabajo. Había estado

preguntando en multitud de casas pero en ninguna de ellas le

habían dado siquiera una esperanza. María me miraba, y

hablaba despacio y suave como se le habla a un animal salvaje

acorralado, y temeroso. Con sus palabras de barrio me hablaba

despacio por no asustarme. Quería ayudarme, saber si algo me

ocurría, pero en su voz delgada como un hilo se la podía ver

balancearse por no caer al fondo, por no resbalar, y era ella la

víctima, y me alargaba un brazo para subir a su barco en llamas.

Así, conocí la fragilidad de María, desde mi fragilidad, desde mi

naufragio, y supe sin embargo que aunque toda la oscuridad la

acorralase, nadie podría arrebatar la luz del fuego de sus labios.

Creo que yo le daba lástima, débil y obsceno, tras la puerta.

María tenía que reprimir su repugnancia hacia mí porque tenía

hambre. Y me preguntaba que me pasaba y en realidad me

estaba pidiendo ayuda, se acercaba a mí, y estaba pidiendo un

trabajo.

Yo no podía abandonarla así, dejar que se fuera, pero tampoco

podía decir una palabra. Así que la miraba entristecido preso de

mi propio ser, como en una jaula de silencio. Ella añadió

entonces que trabajaría limpiando la casa o lo que fuera, y por

poco dinero. Por un instante me miró por dentro. Había

atravesado el umbral de mi silencio, y yo sentía vergüenza. Sólo

asentí, y me marché arriba cerrando la puerta tras de mí. Ella se

puso a trabajar enseguida. Cuando bajé, horas más tarde, había

puesto orden en las cosas del piso bajo y el suelo estaba limpio,

pero ella ya no estaba allí. Volvió tres días más tarde, dijo que

podría limpiar la casas dos veces por semana y yo asentí de

nuevo, para hacerle comprender que estaba de acuerdo.

Apenas tenía dinero, pero María pedía poco y yo quería

mantenerla cerca. Abrirle con ella la puerta a la vida. Tener a la

vida, hija de luz, caminando en mi casa.

Sólo hacía su trabajo en el piso inferior, dónde había multitud de

trastos y yo guardaba la comida, y los enseres. Limpiaba

hablando en voz alta y yo la escuchaba desde arriba, en

silencio. Ella sabía que yo la escuchaba. Por eso me hablaba de

su padre, de su casa, de sus hermanos, y de cómo había

encontrado también trabajo, limpiando una tienda después del

cierre. En el piso de arriba, en mi cuarto, escuchaban también

mi ventana, mi cama, y mis cuadros, mis pinturas. Ella sabía sin

que yo le hubiese dicho nada, que no debía subir. Era yo el que

bajaba a tientas por la escalera y la observaba limpiando. Ella

me hablaba como se habla en silencio, como se habla para uno

mismo si nadie escucha, banal y sincera. No paraba de hablar,

yo creo que tenía miedo a que todo se callara de repente en mi

casa, un lugar extraño, y se sintiera entonces extranjera a los

muebles, extraña al trapo y a la escoba en sus manos. Sí, puede

que María temiese el silencio como yo temo la oscuridad. Por

eso hablaba elevando mucho la voz para que yo pudiera oírla

desde arriba, pero yo estaba tras la puerta, y observaba. Sus

muñecas delgadas, su pelo negro, la forma en que su piel

tostada se repetía en su cuerpo, no importa que fuera en un

hombro, un brazo, o su nuca, que su piel tenía la misma

suavidad exacta, la misma irrealidad perlada. Y otras veces era

el movimiento, la forma que tenían sus rodillas de doblarse, su

cuello erguido, delgado, o sus manos extendiéndose

lentamente hacia las cosas, mientras las cosas parecían

temblar esperando sus manos. María tenía un carácter rudo,

unos modales un poco embrutecidos y el genio vivo, estaba

siempre un poco a la defensiva, como un pobre perro al que le

han golpeado mucho. Pero María es buena, siempre tiene esa

miga de ternura en el lacrimal que la delata, y a mí, a pesar de

no poder verme al otro final de la escalera, me mira con esa

tristeza amarga, la tristeza de quien quiere querer a alguien que

está perdido.

Aunque yo observe a María, aunque mis ojos estén fijos en su

cuerpo anclado en mi estancia, yo no deseo a María. No tiene

sentido en mí el deseo. No he experimentado nunca la

sensación de poseer objetos o personas. No he tenido nunca

nada mío. No existe en mí ambición por poseer, ni por amar, ni

siquiera por ser amado. En verdad sólo he desarrollado en mí

dos sentimientos: el miedo, y la fiebre de la huída. Cuando los

experimento choco conmigo mismo con brutal fiereza, y

descubro los limites de mi cuerpo, el contorno de mi ser, como

una costa escarpada, y sé que existo, aunque no tenga nada.

Sé que existo porque tengo miedo y porque huyo de mí mismo, y

me alejo, y permanezco a la misma distancia exacta, como en

un espejo. Me reconozco en mi ansiedad, en la pesadumbre de

mi miedo. Pero observar a María, como observar la luz posada

en las cosas, me permite abandonarme, no ser ya nada y no

sentir nada. Puedo mirar fijamente y entonces ya no soy yo, soy

sólo un cristal transparente a través del cual pasan las

imágenes, y por un momento yo puedo ser la imagen y vibro con

el reflejo de un rayo de sol, o con el azul instantáneo sobre una

roca tras el atardecer o la fragilidad de un pétalo. Pintar, luego,

no es sino la maquinal repetición del gesto en el que persigo la

luz, el atardecer, el pétalo, y no lo alcanzo. No logro que mi

mano devuelva el instante pasado, pero siento que algo se crea

en el momento y yo soy el padre de lo que se crea. Soy sólo un

cristal, pero un cristal cromado y al otro lado la piedra se mira, y

no se reconoce y se duplica y desprende la luz donde antes

bebía la luz, y todo esto conjura la sombra y me aleja del miedo,

y de ser yo, de habitar mi cuerpo. Mirar a María en silencio y no

tener miedo.

Sí, casi podría decir que a veces la espero, que quiero que este

abajo, que entre en mi casa aunque no diga nada, aunque se

quede en silencio, y yo no baje para verla. Entonces sé que está

a salvo. Sé que su padre no puede volver a pegarla, que no

arrojará la sombra a su cara, que no va a manchar con el vino

del odio sus tiernas mejillas. Odio a su padre. Odio a todo aquel

que destruye, que se ocupa en derruir, que cava en vez de

escalar, de elevar la montaña.

En el vértigo del tiempo siento como todo cambia

continuamente, se renueva, unas cosas nacen y otras mueren,

bajo cada rayo de luz, a cada latido de un segundo caen a

nuestros pies las sensaciones antiguas y las nuevas emprenden

el vuelo. En cada momento siento el dolor de lo que se acaba,

pero sé que algo nuevo se crea en su lugar y que existe un

secreto equilibrio que hace que todo permanezca así, y que los

hombres identifiquen las cosas como si todo siguiera igual,

como si nada hubiera cambiado. Pero este equilibrio es frágil, y

un pequeño acto puede abalanzar todo a la noche, a zambullirse

en el sueño, en la muerte, la nada. Yo lo siento. Por eso odio

esos hombres que no crean nada, que sólo pueden destruir. Más

vale que no hubieran nacido.

Quizás porque ahora las cosas vayan mejor, por contraste, las

noches me parecen más largas y no concilio el sueño y temo

más que la luz escape de mis manos. A través de la ventana

espero asustado que el sol se meta, y mi alma se cierra

mientras la sombra se alarga. La fruta oscura y agria de la

noche deja su sabor adherido a todo, como la sangre de un

animal herido, como el aliento de un mar sin dueño. Me siento

aún más acorralado, y cuando llega el día saco la cabeza como

un naufrago que emerge a la superficie a respirar el aire de

nuevo, y jadeo, y apenas me repongo, otra ola me empuja al

fondo, y siento que si no viera allí sobre mí en la superficie una

pequeña luz, como una llama de fuego azul, no tendría ya

fuerzas para luchar. La luz, mi ventana. El camino empedrado

que lleva a la iglesia. Las casas con los postigos cerrados.

De repente llega el amanecer, y ya es invierno y el frío se ha

apoderado de mis huesos. María llega y lleva unos trapos sobre

otros para no quedarse fría. Yo oigo cómo se frota las manos

abajo, cómo respira contra sus dedos. Si tuviera anillos estarían

fríos en su mano y remedarían el color del hielo, atados a su

mano amoratada. La oigo abajo, dice que tiene frío, que tiene

frío por la noche, que en la pensión no tiene lumbre. Noto que el

frío ha mermado su paciencia y se mueve más aprisa, y los

trapos blancos cubren su piel fría. Dice, de repente, que no

tiene sentido que ella limpie una y otra vez el suelo abajo, si

seguro que arriba todo está desordenado y que vivo rodeado

trastos y suciedad, y que la humedad está pudriendo la ropa.

Entonces la oigo que sube por la escalera. Quiero decir algo,

pero no puedo. Espero que algo le haga dar marcha atrás y

volver sobre sus pasos, pero avanza firmemente. Sigo en

silencio. No, ella no puede subir aquí. Aunque yo de alguna

forma lo deseo. Tomo una bocanada de aire y la mantengo. De

súbito la puerta se abre, y yo estoy de pie en mitad del cuarto,

la ventana de par en par, María en la puerta.

Es cierto que el estudio es un desastre. Todo está manchado de

pintura, hasta las sábanas, y la poca ropa está tirada en el

suelo. Algunos pinceles secos, inservibles, esperan sobre una

mesa y en un rincón los botes de pigmento vacíos bostezan.

Hay un olor sutil de trementina flotando en el cuarto, en ese

momento lo pienso, porque por otra parte yo ya estoy

habituado, y las paredes oscuras parecen esperar latentes que

llegue la noche. María entra y se sacude el mandil y mira

alrededor, primero sin sorpresa y con resignación al ver el

trabajo por hacer. Luego se fija en los cuadros, se extraña y me

mira y un instante después se agacha y se para ante un campo

amarillo, y luego revuelve las tablas y descubre también un

paisaje rocoso, un poblado vacío, una puerta entreabierta. Se

emociona y cada vez más deprisa se agita alrededor suyo

admirando los cuadros. Yo estoy quieto, avergonzado, como

desnudo en mitad del cuarto. Ella me mira con alegría y

admiración, luego coge las tablas en sus manos, y las aleja con

sus brazos todo lo que puede, para mirarlas. Un paisaje nuevo

se extiende frente a ella, y no es el paisaje en la pintura, sino es

el vasto paisaje de la creación, de la posibilidad de crear. Por

primera vez intuye la belleza de la construcción frente a la

destrucción, y parece que el tiempo se redime para ella y se

mueve lentamente en mi silencio, con pasos inseguros sobre el

paisaje. Su padre, el gran destructor, late en sus huellas. Yo me

siento feliz y orgulloso, y una alegría interior incontenible me

escapa y rodea la habitación, nos abraza. Salgo de mí mismo y

mi corazón se acelera y de nuevo la música se sube a los

muebles y yo estoy con ella sobre los muebles bailando de

júbilo, quieto en mitad del cuarto. Entonces María me mira y yo

pienso que va a reconocer en mí ese paisaje, y que ella misma

será creación mía, o que se acurrucará en mis brazos y me

llamará padre o llorará sin control contra las paredes duras.

Pero no ocurre. No asoma una sola sonrisa en sus labios. Me

mira, pero sus ojos están un metro detrás de mí, fijos en un

lienzo. Extraño sobre unas tablas descansa un retrato de ella.

Un reflejo de María que la mira de frente y detiene la escena.

Cuando empecé a mirar a María limpiar la casa, empecé a

pensar también en pintarla. La mirada y el pincel son para mí la

misma cosa, y su retrato comenzó a obsesionarme. La elección

de la pose, de la luz, del tratamiento, me hizo concentrarme

durante horas en mi interior sin encontrar respuesta, sin hallar

una solución, un método para capturar a María. Ese primer y

último retrato de ella fue un intento fallido, un vago amanecer

retenido en el rompeolas de la madrugada, un alba que nunca

ocurrió. Al fin la pinté de frente, seria, los ojos un poco

cabizbajos, llenos, negros. La piel uniforme y el semblante

oscuro. Detrás, nada, sólo resaltaba un tirante de su vestido

descolgado en su hombro y su mano tapando un pecho claro.

No sé que quise representar, quizás la inocencia aún mantenida

aunque oculta de María, o su bondad maltratada, su blanca

alegría. Pero aquel cuadro fue un fracaso. Lo miraba y no

reconocía a María, ni siquiera un gesto suyo, y acabé por

abandonar mi propósito de representarla. La sencillez

inabarcable de su cuerpo, así como su mente, no aceptaba

someterse al pincel, es más, intentarlo constituía una especie

de sacrilegio contra la luz, contra la gracia, y la vida. Pero

cuando María encontró su retrato yo volví a mirarlo de nuevo y

encontré en él un discreto encanto, la belleza de redescubrir

algo que nosotros creamos y ha tomado vida propia y ahora

renace ante los ojos de otro. Me alegré entonces de haber

pintado aquel cuadro y miré a María.

María no había sonreído siquiera. Ante sí misma se había

callado de repente, como si no tuviera nada que decirse. Se

había hecho el temido silencio, había tomado forma, total y

absoluto, entre nosotros. María de repente se daba cuenta de

que no me conocía, de que no había oído nunca mi voz, y de

súbito, después de tanto tiempo, estaba frente a frente con un

completo extraño. Mi imagen volvía a construirse en su mente y

ahora yo podía ser un tonto obsceno, un viejo, un loco. Ese

pecho en su mano en ese instante era un arma y ella lo miraba

como si yo sostuviera su pecho en mi mano, como si yo tuviera

su corazón en mi mano, palpitando. Sintió miedo. Sus ojos se

agrandaron y rápidamente se volvió y echó a correr chocando

con los cuadros. Bajó con estruendo la escalera y un segundo

después, se oyó un portazo. Quedó en el aire suspendido el

silencio, las hojas en el aire, y el silencio adherido al silencio.

No pude despegarle de mi lengua apagada en semanas. La

ausencia de María y de nuevo, la soledad, pero por vez primera.

Porque nunca había llegado a conocer antes otra cosa a que

compararla, nada que echar de menos en su ausencia. Supe

que no iba a volver nunca, que yo la había alejado por siempre

de mí.

Las noches siguientes se extendieron sobre los días y lo

ocuparon todo. No pude pintar nada coherente. Estaba de pie

delante del cuadro y corría, me adentraba en la tela, manchas

de sangre aparecían sobre las paredes negras. Sólo truenos en

una inmensa tormenta, y la luz retrocedía. Me costó un trabajo

inmenso volver a comer, volver a encontrar algo que mereciera

el esfuerzo de ser representado. Calmar las manos, y

concentrar todos los gritos en la silueta de una manzana, o una

cesta de mimbre. Pasé días enteros encaramado a la ventana, y

allí el invierno que me entraba por los ojos, y luego el viento frío

que chocaba dentro de mi cuerpo vacío. Tenía hambre, llevaba

más de un mes sin vender un cuadro y la última semana había

devuelto la comida, por no poder pagarla. Pero el hambre me

hizo salir adelante, tuve que nadar en la sombra

contracorriente, y pintar, y volver a la tienda a vender las telas,

y comprar comida. El hambre es mejor que la noche, pero no es

muy distinto, lo ocupa todo, no puede dársele la espalda, pero si

se le planta cara, el hambre se acaba. Y después que se le ha

vencido, uno se cree más fuerte y avanza con paso seguro.

Fue entonces por fin me di la vuelta, deje de dar la espalda a la

ventana, y me planté frente a ella, para pintarla. Hacer una

ventana a mi ventana, abrirla en la tela, y acceder directamente

a la fuente de luz. Los días eran cortos en invierno y yo

esperaba inquieto la llegada de la claridad, y las nubes oscuras

y plomizas que atravesaban mi frente me dolían más que la

noche. El día sustraído. El tiempo robado. Pinté la ventana una y

otra vez, sin cruzarla. La ventana, y los edificios al otro lado, la

calzada empedrada, en distintos momentos del día, en la

mañana, al atardecer cuando la sombra la cruza, incluso el

pueblo nevado a través de ella. Mis manos heladas no

respondían al tacto de la madera de los pinceles, y a veces se

me caían al suelo. Sangre de color manchaba el suelo, y mi

nariz destilaba frío, pero no podía parar.

De suerte que mis nuevos cuadros gustaron al tendero, y me

compraba cuantos pintaba, y yo iba allí más a menudo a

comprar lienzos y pinturas. No me quedaba casi el tiempo de

ocuparme en observar a Gabriel, que por otra parte no hacía

más que dejar la comida en mi casa y llevarse el dinero. Una vez

dejó también un papel escrito con no sé que palabras y yo

imaginé que sería porque el precio de las viandas había subido,

y dejé sobre la mesa monedas de sobra, de forma que él pudo

coger el importe exacto, porque yo no sabía leer aquel papel. En

la tienda las pinturas y pigmentos eran muy limitados, pero yo

me había acostumbrado a trabajar con sólo lo básico,

ateniéndome a lo que podía conseguir intentaba sacar el

máximo a aquellos aceites. El tendero era un hombre de pocas

palabras, tosco y afable. Había aceptado vender mis cuadros,

quizá porque se aprovechaba de mí con un bajo precio que

luego el doblaba o triplicaba. Pero yo también me aprovechaba

de la facilidad de no tener que preocuparme de tratar con la

gente al ofrecerles los cuadros. La tienda estaba

correctamente ordenada y sobre multitud de estantes podías

coger tú mismo lo que desearas, desde unos clavos a una ristra

de ajos. El tendero había sacado adelante aquella tienda de la

nada y ahora parecía que empezaba a irle mejor, a pesar de

haber pasado épocas malas. Una gran cristalera junto al techo

hacía que la luz cayera desde arriba sobre los estantes, y todas

las cosas adoptaban nueva dimensión bajo el contraste. Los

alimentos, así como los tarros de especias, de café o pintura,

parecían pequeñas esculturas, joyas de plata, y doblaban su

silueta para acoger la luz con sus brazos, sus torsos, sus

pequeños vientres de carne y barro. A mí me gustaba el aroma

de la tienda.

Aquella tarde yo había llegado allí para comprar un lienzo, y algo

de disolvente. Era pasado el mediodía y el cielo estaba

despejado, la tienda estaba desierta. El tendero, como otras

veces había notado que me irritaba que me atendiera en

exceso, se retiró a la trastienda y esperó a que yo buscará

hasta encontrar lo que deseaba. Allí en lo alto de una balda

entre otros tarros, había un par de botellas de disolvente. Cogí

una, la abrí, y la acerque con mis manos. El olor del aguarrás,

fuertemente penetrante llenó mis pulmones. Lo reconocí y sentí

la agradable sensación de estar de nuevo en mi estancia. El

aguarrás sirve para que el óleo se diluya y se extienda en la

tela, y para hacer también veladuras de forma que el color

suave no cubra del todo la imagen y deje entrever debajo, las

formas, y los tonos. Pero uno no debe abusar de la trementina,

porque apaga el color y luego al secarse la pintura se cuartea y

se agrieta, y el cuadro se estropea en poco tiempo, y no sirve.

Volví a tapar la botella y entró en ella el aire y los colores, y un

segundo después la tienda respiraba igual, cálida y vacía. Entró

un hombre bajo y comenzó a revolver por la tienda tocándolo

todo sin coger nada. A mí me ponía nervioso verlo acercarse y

sentirlo moverse detrás mío. Busqué el lienzos que me faltaba

para acabar con mi compra, y di media vuelta. El tendero estaba

aún en la trastienda y el hombre bajo aprovechó entonces para

coger una botella de licor y esconderla en el interior de su

abrigo. Al hacerlo se volvió para comprobar que nadie que le

estaba mirando y se encontró conmigo. A mí me molesto

aquello, que robara en la tienda, que estuviera aprovechándose

del tendero que había luchado por sacarla adelante, por

construirla. Sé que es una tontería, una botella no significa

nada, yo podía haberme vuelto en silencio, mirar a otro lado, y

nada hubiera ocurrido. Aquel hombre se hubiera llevado su

botella y el tendero siquiera hubiera llegado a notar que faltaba.

Sin embargo di un paso hacia él para mostrar mi desaprobación.

Él se mostró sorprendido y se echó la mano al bolsillo para

agarrar la botella. Yo también alargué el brazo e intenté cogerla.

Forcejeamos. Él, orgulloso. Yo, excesivamente alterado. Fue

una pelea estúpida, él, más corpulento, se irguió, y de un

manotazo me mandó al suelo. La botella cayó conmigo

rompiéndose, como todo lo que yo llevaba encima. El hombre

salió corriendo. Yo me quedé en el suelo, débil, jadeante y

tembloroso por el esfuerzo. Me había dañado un poco la espalda

al caer, y ahora estaba dolido extendido sobre el suelo. El

tendero volvió y se inclinó sobre mí. Yo sentía en mi frente el

sudor de la pelea. El sudor frío y nervioso de un cuerpo enfermo.

Y luego sentí un olor conocido, familiar, el olor del disolvente, y

sentí su sabor en los labios. Y los labios quemaban como bajo el

sol, en un desierto. Y me di cuenta que no era mi sudor lo que

descendía en mi cara, sino el aguarrás, el disolvente que cálido

surcaba mi frente. El recipiente se había derramado sobre mi

cabeza. Un momento después el aguarrás me inundaba la

mirada, y los ojos naufragaban en el hastío abrasador del

anochecer ardiente. Mis ojos se quemaban difuminándose

contra un fondo de tormenta. Me dolía dentro, más dentro de la

retina y me lleve las manos a los ojos, y el tendero estaba sobre

mí, intentando secarme con una toalla, pero ya estaba húmedo

por dentro y estaba cerrado a la luz. Todo era oscuridad

entonces, una oscuridad roja, de sangre y yo estaba en el suelo

indemne pero a oscuras. Todo había anochecido. A tientas

gateaba hacia la puerta y volvía y llamaba a María, pero María

no acudía y su recuerdo no estaba tampoco, y su voz me

llenaba los oídos y su mano chapoteaba en mi frente.

Acariciaba mis ojos, pero mis ojos callaban. Estaba perdido en

un laberinto oscuro y la noche corría tras de mí. Y fuera, fuera

de mí, aún era de día y el tendero me sostenía en sus brazos y

me ponía en pie, pero yo de pie era una estatua y la luz me

rodeaba y me tocaba en la espalda, pero cuando yo me volvía la

luz ya no estaba allí, como en una pesadilla. Mis ojos no habían

terminado de doler, pero algo dolía aún más adentro. La noche,

la oscuridad, que siempre me había atormentado, me había

atraído hacía sí, y yo era una criatura de sombra, un sepulcro en

el que habita la tierra cegada, el agua estancada de la luz

negra. Todo terminaba entonces, como si cada cosa hubiera

llegado a una calle cortada o a una estación que es final de

trayecto y ya no hubiera nada más allá, y no fuera posible

divisar otro horizonte. No veía nada. Me atormentaba la

oscuridad prendida en mis propios párpados. Los estantes, la

tienda, los lienzos en el suelo, el tacto de mi ropa contra la piel,

todo se construía con una nueva intensidad. Estaba

abandonado a los otros sentidos y la aspereza de las texturas

me hería contra la espalda, en la nuca; me traspasaba la piel, su

tacto. También el olor profundo a trementina, y su sabor en los

labios, ardiendo contra mi boca. Alargaba las manos y no podía

alcanzar la ventana, la ventana estaba ya para siempre cerrada,

la estancia completa en sus cuatro paredes ciega, cárcel del

sonido en la que habita el invierno. Extendí mi mano sobre los

ojos, cálida, calmando la herida, y entonces podía sentir el

pulso de mi sangre corriendo por ella como la estampida de una

manada entera de caballos negros. Entonces tras esa cortina vi

por última vez cada uno de mis cuadros, pintándose ante mí, del

primero al último, el retrato de María, sus ojos profundos, la

mano de Gabriel alzada ante la tela, y el último cuadro que

nunca pinté, mi ventana. Mi ventana, la última abertura de mi

alma, el último intento de escapar, luego, por siempre

encerrado dentro mío.

No volví a ver nada.

Miguel Sacristan Montesinos