domingo, 2 de octubre de 2016

A UN HOMBRE JOVEN

Era un hombre joven, recién casado, y dijo que el trabajo que tenía no era muy bueno pero les daba a él y a su esposa dinero suficiente para vivir. Se había educado en una universidad, tenía una mente en cierto modo aguda y pertenecía a una de esas antiguas comunidades para las que una vida religiosa era mucho más significativa que la que ofrecía el mundo.
“Mi educación”, continuó diciendo, “ha hecho que mi mente sea más bien lerda. Esa educación ha cultivado mi memoria y probablemente nada más. He recibido varios títulos pero todo eso me ha dejado un poco árido y vacío. Me parece estar perdiendo todo sentimiento, todo interés, y creo que estoy cayendo en una rutina; y puedo ver que mis actividades sexuales también se están volviendo parte del mismo patrón. No sé qué hacer. Después de escucharlo el otro día, pensé que tal vez conversando de estas cosas con usted podría librarme del peso muerto de mi trabajo y de mis hábitos cotidianos. Como soy bastante joven podría cambiar mi trabajo, pero sé que por interesante que el otro pudiera ser, pronto se convertiría en una rutina. Mi esposa y yo hemos conversado sobre esto. Ella no pudo venir esta mañana, así que hablo por ella tanto como por mí mismo”. Él tenía una sonrisa agradable y la sociedad todavía no lo había destruido.
La rutina y el hábito constituyen nuestra vida de todos los días. Algunos son conscientes de sus hábitos, otros no. Si uno llega a darse cuenta de los hábitos ‑el movimiento repetitivo de la mano o de la mente-, puede ponerles fin con relativa facilidad. Pero lo importante en todo esto es comprender, no intelectualmente, el mecanismo de la formación de hábitos que gradualmente destruye o embota todo sentimiento. Este mecanismo es el enorme letargo que forma parte de nuestra herencia, tal como ocurre con la tradición. No queremos que se nos perturbe y es este letargo el que genera la rutina. Una vez que hemos aprendido algo, funcionamos conforme a lo que ya conocemos, añadiendo más a lo ya conocido o modificándolo.
El miedo al cambio fortalece el hábito, no sólo físicamente sino también en las mismas células cerebrales. Así, una vez que nos hemos establecido en una rutina continuamos en ella, como una vagoneta a lo largo de sus rieles. Damos las cosas por sentadas en todas las relaciones y éste es uno de los mayores factores de insensibilidad. De ese modo, el hábito se convierte en algo natural. Entonces decimos: ¿Por qué debe uno prestar atención a estas cosas que hacemos todos los días? Y así, la inatención cultiva el hábito y entonces estamos atrapados. Después comienza el problema de cómo librarnos del hábito. Y entonces hay conflicto. ¡Y de esta manera el conflicto se vuelve el estilo de vida que aceptamos naturalmente!
Así, cuando vemos todo esto ‑todas las modalidades del hábito, que implica funcionar según la memoria establecida, operar desde esa memoria-, cuando nos damos cuenta claramente de esto, entonces nos encontramos con el placer. Porque, después de todo, lo que deseamos profundamente es el placer y todos nuestros valores se basan en él. El placer es el factor constante por el cual estamos dispuestos al sacrificio, el que defendemos, por el que aceptamos ser violentos, etcétera. Pero, si observamos el placer, pronto veremos que también éste se convierte en un hábito y, cuando ese hábito del placer es negado, hay inquietud, pena y sufrimiento. Y para evitar esto caemos en otra trampa del placer. Uno puede acostumbrarse a la belleza o a la fealdad, a la belleza de un árbol o a la suciedad del camino. Colgamos una pintura en la habitación y la contemplamos, y pronto ello se ha vuelto un hábito. O, como hacen muchas personas, cambiamos la pintura esperando con eso mantener la agudeza de visión. Este es meramente otro truco para vencer la insensibilidad.
Éste es, pues, el modo de vida que hemos aceptado. Es lo que está ocurriendo con nosotros de la mañana a la noche y también durante la noche. Así que la totalidad de la conciencia es mecánica en el sentido de que es un movimiento, una actividad constante dentro de los límites del placer y el dolor. Para ir más allá de estos límites el hombre ha intentado muchas vías diferentes. Pero pronto de reduce todo a la monotonía del hábito y el placer; y si uno dispone de energía, se vuelve exteriormente muy activo. Ahora bien, todo el sentido de esto es ver, de hecho, no verbalmente, qué es lo que de verdad ocurre. Ver no verbalmente significa ver sin el observador, porque el observador es la esencia del hábito y la contradicción, que son memoria. De modo que el ver jamás es habitual, porque el ver no se acumula. Cuando vemos desde la acumulación, vemos a través de los hábitos. Por lo tanto, el ver es acción sin hábito.
Después de todo, el amor no es un hábito, mientras que el placer lo es. Así que el acto de ver es la única cosa natural; ver la natural herencia animal en nosotros, que es violenta, agresiva y competitiva. Si uno puede comprender esta única cosa que es realmente de importancia primordial ‑el acto de ver-, entonces no hay acumulación como el “yo”, lo “mío”, entonces no hay formación de hábitos, con la rutina y el fastidio que todo ello implica. Por consiguiente si logramos, ver lo que es, podemos amar. Jiduu Krishnamurti .